Es en el marco de dos investigaciones distintas con ochenta víctimas -cuatro menores- en su mayoría de nacionalidad boliviana.
El titular de la Fiscalía Federal N°2, Nicolás Czizik, requirió la elevación a juicio de dos investigaciones seguidas contra una familia que explotaba laboralmente a personas en campos de Batán. Las víctimas ascienden a ochenta –entre las que se cuentan cuatro menores de edad- y eran traídas desde Bolivia y el norte argentino para ser alojadas en precarias viviendas –sin servicios básicos- a cambio de un sueldo magro o inexistente.
El caso
La primera investigación se inició en diciembre de 2013, a raíz de la denuncia del Secretario de Derechos Humanos de la Provincia de Río Negro. Y es que una niña oriunda de esa provincia -cuya fotografía estaba publicada en el portal del Registro de Personas Menores Extraviadas de la Nación- fue reconocida por un efectivo del destacamento de Bomberos de Batán, cuando era atendida en la sala de primeros auxilios de dicha localidad. Al ser consultada, la chica dijo estar viviendo en una quinta ubicada sobre la Ruta N°88. La segunda causa se inició por una denuncia de la Fundación Alameda -que actúa como querellante-, a la que fue agregada otra presentación sobre el mismo lugar, realizado por la entonces delegada regional del Registro Nacional de Trabajadores y Empleadores Agrarios (RENATEA).
En noviembre de 2014, el juez federal de Mar del Plata, Santiago Inchausti ordenó el allanamiento de un predio de 15 hectáreas ubicado en el kilómetro 5,5 de la Ruta N°88, donde se constató la presencia de había 42 personas –entre ellas dos adolescentes menores de 18 años- que eran explotadas laboralmente. En virtud de ello, se dictó el procesamiento del padre y el hijo de la familia imputada. Un año después –y dado que el accionar delictivo no había mermado- se dispuso el allanamiento del otro emprendimiento agrícola, ubicado a pocos kilómetros del primero, verificándose la presencia de 41 personas –entre las que había otros dos menores de edad- en situación de trata, por lo que la hija y otro hombre que actuaba como responsable del campo, resultaron procesados como partícipes necesarios del delito de trata de personas con fines de explotación laboral.
Los procesamientos dictados a finales del 2014 y principios de 2016, fueron apelados por la defensa de los imputados, y en su momento los jueces de la Cámara Federal de Apelaciones entendieron que solo se estaban cometiendo infracciones a la normativa laboral. Sin embargo, a través de los recursos de casación interpuestos por los representantes del Ministerio Público Fiscal con intervención de la Procuraduría de Trata y Explotación de Personas (PROTEX), la Cámara Federal de Casación Penal entendió que estaba en debate el delito de trata de personas, por lo que anuló la decisión de la Cámara Federal y sugirió el debate oral y público con premura.
Tal como tuvo por probado el fiscal Czizik en la investigación, no sólo se repiten los acusados sino también las modalidades de captación y explotación, las precarias condiciones de habitabilidad, la ausencia de servicios básicos, los salarios magros o inexistentes, sin control ni posibilidad de disenso por parte de los trabajadores y trabajadoras y sin contratos que dieran sustento a la relación laboral. De esta manera, el representante del Ministerio Público Fiscal entendió que “los imputados minimizaban el costo para la producción a expensas de la dignidad de los trabajadores, que por necesidad y una comprobada situación de vulnerabilidad, no podían rechazar y aumentaban sus ganancias. Basta para ello, ver la situación económica en la que se encuentran los imputados y aquella en la que se encuentran las víctimas”.
Al dar cuenta de la situación de explotación, el fiscal marcó como indicadores la indefinición del monto de los salarios que percibían por su trabajo, fijados en forma unilateral y discrecional por los empleadores, en un porcentaje que oscilaba entre el 25% y el 35% del producido. Sin embargo, las víctimas desconocían el precio final de venta de las verduras. A esto se suma la falta de registración ante los organismos correspondientes, por lo que desempeñaban entonces sus tareas por fuera del sistema formal de trabajo, sin cobertura médica ni aportes a la seguridad social; la extensión desmedida de las jornadas de trabajo -que excedía las diez horas diarias- y la falta de días de descanso, ya que en épocas de cosecha trabajaban de lunes a lunes y, fuera de ese periodo, sólo tenían descanso únicamente medio día, los domingos.
Además, se tuvo acreditado que los trabajadores vivían en los mismos predios donde desarrollaban su labor “en condiciones inhumanas o indignas de vivienda”, en casillas precarias y de espacio reducido de madera, con techo de chapa, sin calefacción ni baño privado –que en alguno de los casos se encontraba fuera de las casas- el cual era compartido entre quince personas y carecía de agua caliente. Tampoco tenían acceso a agua potable, gas ni estaban garantizadas las condiciones mínimas de higiene. En tal sentido, el representante del Ministerio Público Fiscal reparó en que las características de habitabilidad de las viviendas era conocida por los imputados ya que, a partir de la obligación impuesta por el magistrado se adoptaron medidas tendientes a acondicionarlas, lo que generó numerosos costos. Las “mejoras” realizadas, se condicen con las prestaciones mínimas que debe tener una vivienda para ser digna: puertas, ventanas, instalaciones eléctricas seguras, techos reparados, agua caliente, inodoros en baños, entre otras cuestiones.
Durante los allanamientos en los predios también se encontraron “trabajadores golondrina” -aquellos que desempeñan labores de manera informal, en las mismas condiciones de precariedad, pero por un período de tiempo concreto en la temporada de cosecha- a quienes se les pagaba $3.500 mensuales, durante periodos de seis meses aproximadamente; pero si querían regresar a sus lugares de origen antes de lo pactado, se quedaban sin ninguna remuneración por lo trabajado. De las declaraciones de las víctimas también surge que el “dueño” o “patrón” del lugar, les retenía sumas de dinero para “protección o resguardo de hechos de inseguridad”.
Un mismo perfil de las víctimas
Para el fiscal Czizik quedó probado que los responsables de los campos atraían a trabajadores extranjeros -con el objetivo de contratar mano de obra barata- quienes aceptaban las condiciones de trabajo y de vivienda alejadas de las exigidas en la legislación argentina. En este sentido, hizo referencia a la situación de vulnerabilidad de las víctimas, quienes tenían en común la situación de pobreza previa, la condición de migrantes –eran oriundas de Bolivia o provincias del norte o del litoral argentino-, la lejanía de su grupo familiar y la escasa formación académica. Y concluyó –al analizar el bien jurídico protegido por la ley de trata- que “La libertad de las víctimas se halla en juego y afectada no sólo cuando se acreditan restricciones a su libertad ambulatoria, sino también cuando la capacidad para elegir qué actividad desarrollar y cómo desarrollarla se encuentra menoscabada”.
También, los profesionales del Programa Nacional de Rescate, repararon en que todas las personas provendrían de familias numerosas y de escasos recursos socioeconómicos, y que se ven caracterizadas por las “dificultades para acceder a un trabajo formal, la falta de posibilidad de acceder o finalizar el ciclo de educación formal debido a los apremios económicos y contingencias de sus historias personales, variable que fragiliza aún más la situación planteada”. “Las circunstancias de vulnerabilidad descriptas resultan facilitadoras para que una persona u organización se aproveche y abuse de las mismas sacando algún rédito generalmente, de índole económico”, señalaron.